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jueves, 22 de febrero de 2018

El inconmensuréibol


Madrileño de padre gallego, madre catalana, esposa andaluza y vasco de afición (athletic de Bilbao), Antonio Fraguas, en el siglo “Forges” (como él diría) es un ser humano “irrepetéibol”. Digo “es” porque cuando se traspasa la barrera del imaginario colectivo y se acomoda en el seno de una cultura, uno queda  presente generación tras generación, como las canciones de cuna o el refranero popular, y  ya no hay parca que lo mueva de allá. Forges no sólo vive permanentemente dentro de todos a través de algo tan íntimo como el humor, del que reinventó con estilo único e incomparable el significado, (si Valle-Inclán fue el padre del esperpento, Antonio Fraguas es su hermano mayor). Es que literalmente vive en nuestro lenguaje. Si alguna vez ustedes se han comido un “bocata”, han de saber que el vocablo, registrado por la RAE, es invención de este genio de la cotidianidad caricaturizada.
Un día, en un parón prolongado de un tren de la Renfe, en mitad de ninguna parte entre Madrid y Alcalá de Henares, ante la indignación del deficiente servicio ferroviario escuché a dos pasajeros, tres asientos más allá del mío, espetar irritados: “¡Que arranque ya!¡Esto es Forgiano!”. Con eso está todo dicho.
Una socióloga de la Sorbonne me invitó en una conferencia sobre humor a descifrar sus chistes de modo en que fueran inteligibles para un francófono. Gensanta la que se lió, la maciza no ligó verbo cañí. Salió escopetada sin pillar ni papa, y no precisamente  porque me jumelara el pinrel. Panzada excelsior oiga, como para deconstruirse el rictus. Proclamo.
Lo conocí en su habitual bar de otros tiempos, con su habitual Vichy catalán en su habitual paseo de la castellana. Pocos meses después lo teníamos en la antiga audiència, en el marco de la 5ª semana del cómic de Tarragona, haciendo reír a mandíbula batiente a los asistentes, en una sesión que aún a día de hoy sigue imbatible en términos de audiencia. Al acabar se me acercó y preguntó con premura si todo había ido bien. Le dije que era más que obvio el cariño que la gente le profesaba, por su humor que no hiere a nadie (don de genio) y con el que todos se identifican de forma tan inmediata como surreal. Sus ojos se humedecieron de alegría. En esa mirada chispeante e inteligente se adivinaba al niño tímido, al padre protector, al maestro con vocación de alumno, al ser humano humilde, inmenso como su generosidad y su ternura, que años después me concedió de nuevo asistiendo a la presentación de “A las barracudas” tras sus llamadas felicitándome por el trabajo hecho (y sabe el Dios de la tinta que es un trabajo solitario el de criticar con humor y a contracorriente cualquier gregarismo). Aún otro año después rubricó con un prólogo lleno de cariño paternal mi libro “Entre luz y sombra”, siempre atento y solidario. Siempre presente.
Pocos sabíamos de su estado de salud este último año, debido a su natural discreción. Su sentido del humor sin precedentes y su natural positivo trascendían a cualquier condición, y su chiste, impasible a las circunstancias, continuaba esbozando sonrisas desde la tribuna diaria a modo de medicina, ante tanto odio y estupidez contemporánea. ¿Cómo hacía Forges para surfear afablemente sobre esta realidad? Sin perder la sonrisa, como sus personajes, castizamente irónicos, burriciegamente sabios, siempre entrañables en sus penas y glorias, domésticas o en una isla desierta.
Conocí en octubre a un ilustrador al que Forges había ayudado a hacerse un hueco en una publicación (uno de los tantos). Cuando éste le preguntó cómo podría agradecérselo Antonio le respondió, con su voz suave y tranquilizadora, con su mirada profunda y amiga: “Cuando tengas oportunidad de ayudar a alguien no dejes de hacerlo”.
Ése era Forges. Ése lo es. Afirmo.
(Diari de Tarragona 23/2/2018)







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